Cada año, entre el 27 de octubre y el 2 de noviembre, los hogares mexicanos se llenan de color, aromas y tradiciones con la colocación de ofrendas para conmemorar el Día de Muertos, una festividad declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.
Esta celebración, profundamente arraigada en la cultura mexicana, dedica cada día a honrar a distintos tipos de difuntos, siguiendo un calendario que refleja la conexión espiritual entre los vivos y los muertos.
El 27 de octubre marca el inicio de las ofrendas, dedicadas a las mascotas fallecidas, consideradas fieles compañeros que guían a las almas en su viaje.
El 28 de octubre se honra a las ánimas solas, aquellos difuntos sin familia o que perecieron en circunstancias trágicas o violentas.
El 29 se recuerda a los que murieron ahogados o en accidentes, mientras que el 30 y 31 de octubre se dedica a las almas olvidadas, sin familia ni quien las recuerde, especialmente a los niños que murieron sin ser bautizados.
Se colocan pan, dulces, juguetes, veladoras y flores blancas, símbolos de pureza y consuelo.
El 1 de noviembre, Día de Todos los Santos, las ofrendas se dedican a los adultos fallecidos, y el 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, se celebra la llegada de todas las almas, culminando en un encuentro festivo donde las familias comparten alimentos, flores de cempasúchil, velas y fotografías que evocan memorias de sus seres queridos.
Las ofrendas, adornadas con elementos como papel picado, calaveras de azúcar y pan de muerto, son mucho más que altares, son un puente entre el mundo terrenal y el espiritual.
Según la tradición, el aroma de las flores y el incienso guía a las almas, mientras que los alimentos favoritos de los difuntos les ofrecen sustento en su visita anual.